Algunos apuntes sobre liberalismo y catolicismo
Publicado por
rojobilbao
on lunes, 28 de septiembre de 2009
Etiquetas: Iglesia, liberalismo
Richard John Neuhaus fue un prominente sacerdote católico y escritor nacido en Canadá, naturalizado estadounidense. Cercano, aunque no oficial, colaborador del presidente George W. Bush, a quien asesoraba en una serie de asuntos éticos y religiosos, entre los cuales se hallaban el aborto, la investigación de células madre y la clonación.
En un artículo sobre este sacerdote José María Marco da alguna de las claves para entender su pensamiento. "En economía, Neuhaus participó en el grupo de Michael Novak y Richard Benne que argumentó la superioridad moral de la economía de mercado y aportó su apoyo doctrinal a la redacción de la encíclica Centesimus annus (1991), de Juan Pablo II. " (...) "Neuhaus, canadiense nacionalizado norteamericano, considera que el experimento norteamericano no es, como ha mantenido una determinada tradición liberal, un simple acuerdo entre individuos, sino un pacto (en inglés, covenant) hecho al amparo de Dios (under God, como reza desde los años cincuenta la promesa de lealtad a la bandera que los escolares norteamericanos recitan todas las mañanas). Ese pacto es lo que las elites progresistas han venido ignorando desde los años setenta. En cambio, el pueblo norteamericano, religioso en un 90 por ciento, ha sabido preservarlo. Neuhaus llega así a acusar de falta de democracia a una actitud que finge desconocer la adscripción religiosa aplastantemente mayoritaria de la opinión pública, por no decir del pueblo, norteamericana. El intento de vaciar el espacio público de cualquier presencia religiosa vendría a ser una imposición sobre la opinión mayoritaria, hecha, además, mediante artificios jurídicos y no mediante el debate democrático, como lo prueba que su principal instrumento fueran sentencias judiciales y no decisiones respaldadas por los votantes." (...) "La libertad, para Neuhaus como para Lord Acton, no consiste en la posibilidad de hacer lo que se quiera, sino en la garantía de que se pueda hacer lo que se deba. Esa garantía, que Estados Unidos ha venido proporcionado hasta ahora, puede acabar desapareciendo si se sustrae a la mayoría de la población las bases (muy mayoritariamente religiosas) que fundamentan sus elecciones morales y se le impide manifestarlas, aunque lo hagan "a veces", como dice Weigel, de una forma "torpe", estéticamente poco aceptable por esas mismas elites." (...) "En los años noventa, cuando la polémica causada por The Naked Public Square, Neuhaus se esforzó por demostrar que la democratización, como en general la modernización de una sociedad, no tiene por qué ir acompañada de la secularización, como demostraba el ejemplo norteamericano. Una cosa es la libertad religiosa promulgada en la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, con la consiguiente neutralidad del Estado en cuanto a las confesiones religiosas, y otra muy distinta una empresa que consiste en extirpar de la propia sociedad los fundamentos religiosos de la moral de las personas. Más aún, no es sólo que sin una vida religiosa intensa las sociedades democráticas pueden verse en peligro de dejar de serlo, es que sin ella, sin la presencia de la trascendencia religiosa, esas mismas sociedades corren el riesgo de dar a luz formas políticas que acabarán, tarde o temprano, por negar la democracia liberal."
Veámos el pensamiento del sacerdote sobre el liberalismo y la encíclica Centesimus Annus en sus propios textos:
La diferencia más bien reside en que el Profesor Schindler y aquellos vinculados con su crítica tienden a interpretar del peor modo posible a la tradición liberal y a la expresión cultural, legal y política que esa tradición tiene en los Estados Unidos. Pienso que al proceder de este modo, el Profesor Schindler y sus amigos conceden una inmerecida victoria a los que interpretan la tradición liberal de un modo que todos deploramos. De acuerdo con John Courtney Murray, yo sugiero que nuestra tarea consiste en pugnar por una interpretación del liberalismo que sea compatible con la plenitud de la verdad católica.
Liberalismo, para qué decirlo, es un término extraordinariamente maleable. Allí está el liberalismo económico del laissez-faire, condenado por el Papa León XIII en Rerum Novarum, como también por el Papa Juan Pablo II. En la cultura política de los Estados Unidos, ese liberalismo equivale a libertarianismo, y a pesar de sus numerosos y talentosos apologistas, incluyendo a Charles Murray (ninguna relación con John Courtney), nunca ha reunido un número suficiente de adherentes más allá de lo que Russel Kirk llama algunos “sectarios que pían como avecillas”. En el contexto norteamericano, el libertarianismo sigue siendo en su mayor parte un experimento mental para estudiantes universitarios de segundo año.
La primera acusación es que los pensadores cristianos han estado demasiado dispuestos a recortar el mensaje cristiano con la finalidad de acomodar el paradigma cultural reinante del liberalismo. Estoy absolutamente de acuerdo. Pero eso debe verse con mayor exactitud como una acusación contra los pensadores cristianos y no contra el liberalismo. Si vacilamos en declarar públicamente que Jesucristo es el Señor, eso es culpa nuestra. No podemos presentar la excusa de que fue el liberalismo quien nos llevó a ello. Tal vez John Rawls y Richard Rorty o la Corte Suprema de los Estados Unidos, que pretenden hablar en nombre del liberalismo, pueden habernos intimidado, pero la culpa se debe a nuestra timidez.
Se acusa al liberalismo de ser puramente procesal. Excluyendo la consideración de los fines, el liberalismo plantea tratar únicamente acerca de medios, pero en los hechos oculta sus fines en sus medios. De ahí que la visión que tiene el Padre Murray de la Primera Enmienda como “artículos de paz” constituye —o así reza la acusación— una rendición ante el sesgo inherentemente antirreligioso del liberalismo. En breve, la supuesta “neutralidad” del liberalismo es cualquier cosa menos neutral. El liberalismo, se acusa, se erige sobre la ficción de un “contrato social”, cuya premisa descansa exclusivamente en el interés propio. El liberalismo niega o al menos exige un enfoque agnóstico frente a la verdad trascendente o la ley divina, no reconociendo regla superior más allá de la voluntad humana centrada en sí misma. La idea de libertad del liberalismo es libertad respecto de cualquier verdad superior que pueda causar algún efecto sobre la base totalmente voluntarista del orden social. Estos dogmas liberales, se acusa además, están inextricablemente ligados a la dinámica del capitalismo El dogma liberal y la dinámica del mercado constituyen los fundamentos, que se refuerzan mutuamente, y la finalidad de un ordenamiento social que se halla entera y totalmente al servicio de las opciones individualistas de un yo soberano, autónomo y libre de trabas. El liberalismo apuesta al consumismo y el consumismo es algo que lo consume todo. El resultado final es algo que determinados críticos llaman “totalitarismo liberal”. Se trata de una acusación notable, respaldada por pruebas también notables. Personalmente he escrito detalladamente en contra de todas las distorsiones mencionadas, como también han escrito otros que tienen una actitud favorable hacia la democracia liberal o, como prefieren decir aún otros, el capitalismo democrático. Pero éste es precisamente el punto: puede uno argumentar que la acusación es una denuncia contra las distorsiones del liberalismo. De ser el caso, estamos luchando por el alma misma de la tradición liberal.
En 1967 yo escribía sobre los “dos liberalismos”, uno semejante al antiguo movimiento pro derechos civiles, que incluiría también a las personas en riesgo social y cuyo impulso nacía del deseo de una justicia trascendente; el otro era excluyente, y no reconocía una ley más elevada que la sola voluntad individual. Para entonces, mi argumento rezaba que los liberales, al abrazar la causa del aborto, hacían abandono del liberalismo inicial, aquel que ha sustentado todo aquello que resulta esperanzador en el experimento norteamericano. Y éste es mi argumento hasta el día de hoy. Pienso que es crucialmente importante que ese argumento prevalezca en los años venideros. No hay vuelta atrás para reconstituir el orden estadounidense sobre otro fundamento que no sea el de la tradición liberal. Se ha abierto un enorme abismo entre la tradición liberal y aquello que hoy se llama liberalismo. Es ésta la razón por la cual a parte de nosotros se nos llama conservadores.
No hay una crítica más común a la tradición liberal que decir que ésta se supone construida sobre la base de un individualismo “descomedido”. Centesimus Annus habla del “individuo” e incluso del “sujeto autónomo” , aun cuando casi siempre refiere a la “persona”. Citando su encíclica anterior, Redemptor Hominis, Juan Pablo II escribe que “esa persona humana es la ruta primaria que la Iglesia debe tomar para el cumplimiento de su misión ... la ruta trazada por Cristo mismo, el camino que conduce invariablemente a través del misterio de la encarnación y de la redención”. Enseguida agrega la notable afirmación, “éste y tan sólo éste es el principio que inspira a la doctrina social de la Iglesia”. (...) En su encíclica posterior, Veritatis Splendor, Juan Pablo II paga tributo cabal a la modernidad y al desarrollo de su comprensión tanto de la dignidad del individuo como de la libertad individual. El individualismo es uno de los logros señeros de la modernidad o, si se prefiere, de la tradición liberal.
El riesgo de rechazar al individualismo es que la alternativa del mundo real ya no sea una comprensión católica de communio, sino que una recaída en los colectivismos que constituyen el gran enemigo de la libertad a la que todos nos sentimos llamados. Como nos recuerda Centesimus Annus, “No estamos tratando aquí con la humanidad ‘abstracta’, sino que con la persona real, ‘concreta e histórica’”. El problema con la distorsión contemporánea del individuo como un ente soberano, autónomo y libre de ataduras, no es que se esté equivocado en cuanto a la imponente dignidad de ese individuo, sino que se aísla a ese ser justamente de la fuente de esa dignidad. La causa primera de ese error, nos dice Centesimus Annus, es el ateísmo. (...) El gran error del determinismo colectivista, así como de la licencia individualista, es que su comprensión de la libertad humana está separada de la obediencia a la verdad.
Las referencias teístas de la Declaración norteamericana no son, como insisten algunos comentaristas, simples apartes para satisfacción de las muchedumbres, sino que parte integral del argumento moral del documento —y la Declaración es, por sobre todo, un argumento moral. Más aún, tales referencias deben ser comprendidas en el contexto de las innumerables declaraciones de cada uno de los Padres Fundadores, en el sentido de que el orden constitucional está construido sobre verdades morales afincadas en la religión. El experimento norteamericano está constituido por una síntesis del pensamiento de Locke con aquel de la corriente puritana, que en décadas recientes ha sido expurgada para calzar con los prejuicios seculares de las elites académicas norteamericanas. Es imperativo que cuestionemos dicha versión expurgada de los fundamentos con que se ha embaucado aya varias generaciones de estudiantes, desde la educación básica hasta la universitaria, con el fin de entender nuestra historia norteamericana tal
como es.
¿Acaso se sugiere que la Iglesia debería obligar a las personas a viva fuerza a obedecer a la verdad? En la encíclica sobre evangelización, Redemptoris Missio, el Papa dice: “La Iglesia no impone nada, ella sólo propone”. Ella no impondría, aun si pudiese. La fe auténtica es por necesidad un acto de libertad. Si no entendemos esto, habrá que temer que no entendemos lo que Juan Pablo II llama el principio que por sí solo inspira a la doctrina social de la Iglesia. La Iglesia debe proponer —sin descanso, vigorosamente, convincentemente, gozosamente. Si nosotros, que somos la Iglesia, no lo hacemos, la falta no es del liberalismo, sino que nuestra. Si bien la Iglesia provee un terreno seguro para el liberalismo, el liberalismo no es el contenido del mensaje de la Iglesia. Simplemente es la condición para que la Iglesia invite a personas libres a vivir en comunidad con Cristo y con su Cuerpo Místico, comunión que es infinitamente más profunda, rica y plena que el ordenamiento social liberal, o, para este caso, que cualquier ordenamiento social falto del correcto ordenamiento que tienen todas las cosas en el Reino de Dios.
Pocas cosas son más importantes para la sociedad libre que la idea del Estado acotado o limitado. Sin embargo, no importa cuánto pueden haberlo negado en décadas recientes los tribunales y los intelectuales seculares, el orden norteamericano es imposible de explicar al margen del reconocimiento de una soberanía más elevada que el Estado. Como en “una nación bajo Dios”, frase que significa una nación a ser juzgada. Los cristianos lo entienden y lo declaran públicamente en una simple proposición: “Jesucristo, nuestro Señor”. No hay necesidad de que el Estado declare que Jesucristo es el Señor. Tampoco es deseable que el Estado declare que Jesucristo es el Señor, al menos no en la actual circunstancia norteamericana, ni en cualquier reconfiguración previsible de esa circunstancia. La función del Estado limitado es respetar la soberanía política de un pueblo que reconoce una soberanía superior a la propia. (...) En una sociedad democráticaque ha sido efectivamente evangelizada, los ciudadanos no solicitan al Estado confesar la supremacía del reinado de Cristo. Su única demanda es que el Estado respete el hecho de que una mayoría ciudadana reconoce el soberano reino de Cristo. Nosotros no profesamos un Estado confesional, sino que una sociedad confesional, recordando siempre que el Estado es el servidor de la sociedad, que es anterior al Estado. (...) Así como en el ordenamiento liberal las ambiciones del Estado son frenadas tanto por la reafirmación democrática de una soberanía superior como por los límites de la política misma, esas ambiciones son frenadas por diversas “soberanías” al interior de la sociedad misma. Como hiciera León XIII, el Papa Juan Pablo II declara que “el individuo, la familia y la sociedad son anteriores al Estado”. El Estado existe para servir y proteger a los individuos y a las instituciones que tienen prioridad.
Si se busca un Estado que permanezca acotado, debe reinar un cultivado escepticismo. “Para esa finalidad es preferible que cada poder sea equilibrado por otros poderes y por otras esferas de responsabilidad que lo mantengan dentro de límites apropiados”. El escepticismo frente al poder del Estado no significa, sin embargo, escepticismo frente a los propósitos que el Estado ha de servir. El caso es más bien todo lo contrario. Sólo cuando dichos propósitos se afirman de modo claro y carente de ambigüedades, podrá el Estado ser tenido como responsable.
2 comentarios:
Rojobilbao: me gustaría conocer su opinión sobre mis comentarios a su post Gripe A y la Santa Misa.
Estupendo post, hablando del motivo central que divide a socialistas y libertarianos de los liberales católicos.
Muy importante también ese dato de un liberalismo entendido como "laissez faire" condenado por Leon XIII y por Juan Pablo II, ya que también lo fue... por Hayek (en Camino de Servidumbre).
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