Muerte cerebral y vivisección; problema ético

A finales del verano de 1968, el llamado “Informe de Harvard” cambió la definición de muerte, basándose ya no en la detención del sistema cardiocirculatorio, sino en el encefalograma plano: desde entonces, el órgano indicador de la muerte ya no es el corazón, sino el cerebro. Se trata de una mutación radical del concepto de muerte (aunque no se presente sino como una precisión más que un cambio) aceptada por casi todos los países avanzados, excepto en Japón.

El motivo para esta nueva definición ha sido aceptada tan rápidamente está en el hecho que se dice (aunque la evidencia lo contradiga) que no modifica la definición de muerte, pues estiman que los latidos cesan como consecuencia de la detención de la actividad cerebral al de muy poco tiempo (algo que se ha demostrado rotundamente falso) y porque soluciona dos problemas. Por una parte qué hacer con los comatosos que siguen vivos gracias a la máquina que les ayuda a respirar, pues si se les declara muertos, es lícito desenchufarlos, y además, al ser declarados cadáveres, se les puede mantener en dicho estado (muertos, pero respirando y latiendo el corazón, con la piel sonrosada y 37,5 grados de temperatura) hasta la extracción de sus órganos destinados a un trasplante.

Los pacientes en estado de muerte cerebral, una vez estabilizados, conservan los reflejos, mantienen una actividad cardiaca y una presión arterial normal, asimilan los alimentos por vía parenteral y expelen las secreciones del cuerpo; si la dieta no es adecuada sufren diarreas o estreñimientos, su metabolismo se conserva, el organismo está en condiciones de producir hormonas, se cicatrizan sus heridas, se recomponen las fracturas, se curan de las enfermedades. Si se trata de niños, se puede constatar, con el tiempo, su desarrollo sexual y un crecimiento proporcionado del cuerpo. Una mujer embarazada con diagnostico de muerte cerebral, puede llevar adelante el embarazo y nace un bebé perfectamente sano y desarrollado. ¿Podemos hablar de muerte y cadáveres en estos casos?

También la Iglesia Católica se alineó con el informe Harvard, particularmente en 1985, con una declaración de la Pontificia Academia de las Ciencias, y luego también en 1989, con un nuevo acto de dicha Academia, avalado por un discurso de Juan Pablo II. Pese a dicho alineamiento inicial no es menos cierto que la Iglesia tiene algunas reservas (y crecientes). Por ejemplo, en el Estado de la Ciudad del Vaticano no se utiliza la certificación de la muerte cerebral, se sigue la tradicional de parada cardio-respiratoria-circulatoria. Dentro de la Iglesia se han ido alzando cada vez más voces contra dicha definición de muerte y sus derivadas. Entre estas voces se encontraba la del cardenal Dionigi Tettamanzi, en los años previos al 2000, cuando los temas bioéticos eran su pan diario. Otras voces autorizadas de la Iglesia más escuchadas en esta materia fueron la del obispo Elio Sgreccia, hasta hace pocos años presidente de la Pontificia Academia para la Vida, y la del cardenal Javier Lozano Barragán, actualmente Presidente emérito del Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios. El mismo compendio catecismo de la Igleisa afirma con rotundidad: "El trasplante de órganos es moralmente aceptable con el consentimiento del donante y sin riesgos excesivos para él. Para el noble acto de la donación de órganos después de la muerte, hay que contar con la plena certeza de la muerte real del donante."

Afortunadamente en febrero de 2005 se reunió nuevamente Pontificia Academia de las Ciencias para discutir la cuestión de los “signos de la muerte”, y las posturas se habían invertido. Los expertos presentes (filósofos, juristas y neurólogos) se pusieron de acuerdo en considerar que la muerte cerebral no es la muerte del ser humano y que se debe abandonar el criterio de la muerte cerebral, pues está desprovisto de certeza científica.

En su reciente libro Paolo Becchi dice: "Dado que hoy existen buenos argumentos para considerar que la muerte cerebral no equivale a la muerte real del individuo, las consecuencias en materia de trasplantes podrían ser realmente explosivas. Lo que se puede preguntar es cuándo esas consecuencias serán objeto de un pronunciamiento oficial por parte de la Iglesia". Pues parece que ya queda menos.



3 comentarios:

José García Palacios dijo...

El tema me interesa mucho, pero reconozco que soy un completo ignorante en la materia. Me hago dos preguntas:

Una: ¿Un paciente con electroencefalograma plano (es decir, sin ningún tipo de actividad eléctrica cerebral) puede respirar por sí mismo?

Dos: ¿Se conoce de algún caso en el que algún paciente sin actividad eléctrica cerebral se haya recuperado de dicho estado?

Si alguien puede responderme a dichas cuestiones lo agradezco.

rojobilbao dijo...

Te contesto en la medida de mis capacidades.

La definición de Harvard surgió ante el problema ético que suponía el avance científico que lograba salvar vidas por medio de los aparatos de respiración y que en multitud de ocasiones lograban salvar la vida hasta la recuperación de la consciencia, pero que (el problema) en muchas ocasiones permitía que el paciente se mantuviese vivo unido a la máquina y sin posibilidades de despertar.

La muerte cerebral cuando se constata (y hasta donde yo se) es irreversible. El individuo pierde multitud de funciones cerebrales (no todas) y el cuerpo sobrevive (muchas veces muchos años) debido a que la necesidad del cerebro como regidor de la vida no es real, como siempre se pensó. Eso sí, siempre precisa de la máquina para respirar y que el corazón bombee la sangre y la circulación se desarrolle, sin dicha máquina, los pacientes, mueren.

José García Palacios dijo...

Muchas gracias por la información. Saludos.