Ha muerto Jorge Semprun

Buen momento para recordar:

Nosotros, la familia, recibimos por aquel entonces a mi hermano, Jorge, como a un héroe, sin lugar a dudas, y yo el que más. Y esa visión heroica de resistente, de deportado, de “revolucionario profesional”, persistió para mí durante años, pero a medida que iba descubriendo sus propias mentiras, junto a la gran mentira del comunismo, esa imagen de “héroe positivo” se fue derrumbando, sustituida por la indignación y el desprecio. Y hoy nada me cuesta reconocer que contra más grande fue mi admiración, más profundo ha sido mi rechazo. Y tratándose de un hermano, aún más.

Durante los pocos días que pasó en Saint-Prix para visitar a la familia aprovechó para hacer de nuestro piso en la calle Auguste Rey su domicilio legal; con ese objeto realizó algunas gestiones en la alcaldía, y yo le acompañé. Como era de esperar, las humildes empleadas municipales, enterándose de que se trataba de un deportado recién llegado de Alemania, le miraban emocionadas, y todas decían lo mismo: “¡Ha debido de ser tremendo!”. Y él, con una sonrisa humilde, respondía: “¡Sí, no fue nada agradable...!”. Lo mismo con los amigos y relaciones de mi padre, quien, orgulloso, le presentaba como deportado recién liberado, y claro, todos exclamaban: “¡Qué horror ha debido de sufrir!”. Y él, lo mismo, la misma sonrisita, la misma evasiva: “Sí, no fue nada agradable”.

Yo, al principio, me extrañaba de tanta modestia, y se lo dije: “Por lo que dices, todo el mundo pensará que ser deportado fue lo mismo que prisionero de guerra”. Luego me convencí de que esa soberbia, esa falsa modestia eran los signos evidentes del héroe revolucionario, el hombre de hierro, que no cae en sentimentalismos y nunca se queja. Hasta que comprendí que no podía decir que había sido kapo, y que por eso no era un cadáver ambulante y gozaba de buena salud. No descubro mediterráneos afirmando que existe una ceguera voluntaria, más o menos consciente, tan radical como la ceguera de los ojos muertos. Con la diferencia de que esta ceguera inconsciente puede ser pasajera. Hoy –bueno, hace ya años– veo la diferencia radical entre el estado físico de Jorge, recién salido de Buchenwald, y las numerosas imágenes de supervivientes de los campos, verdaderos cadáveres ambulantes, vestidos de harapos o del “uniforme” a rayas, que los documentales del ejército norteamericano y los periódicos publicaban todos los días.

Pero yo no lo veía, no podía verlo: Jorge era un resistente deportado, un héroe. Sí, algo había adelgazado, y llevaba el pelo casi al rape no porque estuviera a la moda, como hoy, sino para mejor protegerse de los piojos. Pero Paco, nuestro hermano menor, que se había pasado toda la guerra en Saint-Prix, conmigo, era mucho más delgado.

Poco a poco gotearon “explicaciones”: había diferentes tipos de campos, y Buchenwald no era de los peores. En cambio, Buchenwald fue el único campo que se liberó “desde dentro”: la organización clandestina comunista del campo lo liberó antes de la llegada de las tropas aliadas. Y, sin dar muchas precisiones, me contaba que dicha organización comunista había logrado ejercer el “apoyo mutuo” para con los suyos, los camaradas, y lo mismo que habían logrado armarse habían logrado alimentarse un poquito mejor que los demás deportados y, por ejemplo, abandonar los uniformes a rayas y vestirse de paisano en el momento de su “autoliberación”.

Esto constituye una mentira absoluta. Buchenwald fue liberado por las tropas norteamericanas (los SS habían huido), y las pocas armas que hubieran podido robar no sirvieron para atacar a los SS, pura invención, sino más bien para protegerse contra los demás deportados, que les odiaban por sus privilegios y los servicios que rendían a los nazis, que podían incluir la decisión de quién iba a morir al día siguiente.

Carlos Semprún Maura, su hermano (el mejor Semprún), no lo cuenta y nos estremece.

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